Catorce elementos de la Guardia Nacional, dos vehículos oficiales y, además, escoltas municipales designados por el propio alcalde acompañaban al presidente municipal de Uruapan Carlos Manzo, sin embargo, aún teniendo esa seguridad, lo asesinaron en un ataque armado este 1 de noviembre en un evento de Día de Muertos, mientras convivía con la gente y con su familia presente.
El secretario de la Defensa Nacional en conferencia, Ricardo Trevilla Trejo, confirmó los datos: una escolta nutrida, armada y entrenada. Pero ni el uniforme, ni el blindaje, ni el protocolo evitaron la tragedia. Manzo murió tras una festividad dedicada a honrar la vida y la memoria, pero se tiñó, una vez más, de muerte y de miedo.
El poder y la fuerza del Estado fueron rebasados por un enemigo invisible, pero que está presente. Si a un funcionario de alto perfil, rodeado por más de una docena de agentes federales y locales, pueden emboscarlo y asesinarlo en un acto público, frente a su familia y ciudadanos, ¿qué queda para el resto?
La pregunta se vuelve inevitable: ¿quién protege a los que no tienen nombre, cargo ni escolta? Si ni los más resguardados están a salvo, la promesa de seguridad pública se convierte solo en palabrería. Mientras tanto, los discursos federales de la presidenta seguirán hablando de coordinación, de estrategias y resultados. Pero los hechos muestran otra realidad; la violencia no distingue jerarquías, y la impunidad se alimenta de esa impotencia generalizada.
Con este suceso, los ciudadanos comunes no piden un convoy de la Guardia Nacional. Piden, lo que es “de todos los días”: caminar sin miedo, volver a casa sin rezar por que no les pase nada, confiar aunque sea un poco en que la ley nos pertenece a todos. Porque si catorce escoltas no bastaron para proteger a uno, ¿qué esperanza tienen los millones que no tienen la protección del estado?